Un cuento de Navidad en la Villa de Colombres

Colombres, con sus calles tranquilas y su espíritu indiano, esconde un secreto que solo aparece en Navidad. Acompaña a sus vecinos en una noche donde los recuerdos cobran vida y la magia ilumina hasta la casa más silenciosa.

En la Villa de Colombres, cuando diciembre avanzaba y el viento del Cantábrico soplaba entre los árboles centenarios de La Quinta Guadalupe el pueblo entero parecía sufrir una transformación. Las calles empedradas brillaban con la humedad del invierno, las luces navideñas colgaban de los balcones de las casonas indianas ,y el eco del mar llegaba desde la costa como un susurro antiguo.

Colombres siempre había sido un lugar especial. Sus casas de colores, construidas por aquellos que un día cruzaron el océano en busca de fortuna, guardaban historias que parecían dormidas en sus paredes. Pero ninguna casa tenía tanta presencia como La Casa Roja, que se alzaba en la zona alta de la villa indiana como un faro silencioso.

Aquel año, sin embargo, La Casa Roja parecía distinta. Sus ventanas estaban oscuras, su fachada apagada, y los vecinos comentaban que nunca la habían visto tan triste. Algunos decían que era el clima, otros que la casa echaba de menos a quienes la habían habitado. Pero nadie sabía la verdad.

Nadie excepto Alba.

Alba tenía diez años y una imaginación tan grande como el cielo de invierno. Vivía cerca de la plaza, en una casa pequeña pero llena de vida. Cada día, al volver del colegio, pasaba frente a La Casa Roja y la saludaba con la mano. —No estés triste —le decía—. La Navidad ya viene.

Pero la casa no respondía. Ni un reflejo en sus ventanas, ni un crujido amistoso en sus escaleras. Absolutamente nada.

El misterio comienza…

Una noche, cuando el pueblo dormía bajo un cielo despejado y frío, Alba escuchó un sonido extraño. Era un tintineo suave, como campanillas movidas por el viento. Se levantó de la cama, se acercó a la ventana y vio algo imposible: alguna luz dorada que emanaba de La Casa Roja.

El corazón le dio un vuelco. —¿Y si…? —susurró.

Sin pensarlo, se puso el abrigo, bajó las escaleras sin hacer ruido y salió a la calle. El aire helado le mordió las mejillas, pero la emoción la empujaba hacia adelante. Cuando llegó a La Casa Roja, la puerta —que siempre estaba cerrada— se abrió sola, como si la casa la estuviera esperando.

Dentro, el aire era cálido y olía a madera antigua. La luz dorada flotaba en el centro del salón principal, donde un pequeño árbol de Navidad esperaba… completamente vacío.

—Gracias por venir —dijo una voz suave.

Alba dio un salto. Frente a ella apareció una figura luminosa, hecha de recuerdos, polvo de estrellas y un brillo ajeno a este mundo. No era un fantasma ni un ángel. Era algo más profundo: la memoria viva de La Casa Roja.

—He guardado historias durante más de cien años —dijo la voz—. Pero este año, la Navidad no quiere entrar. Me siento olvidada. Necesito ayuda para recordar quién soy.

Alba sintió un nudo en la garganta. —No estás sola —respondió—. Te ayudaremos.

El pueblo se une…

Alba salió corriendo hacia la plaza. Llamó a sus amigos, a sus padres, a los vecinos que aún estaban despiertos. Uno a uno, fueron llegando:

  • Don Mateo, el panadero, con una caja de adornos antiguos.
  • Sara, la bibliotecaria, con postales enviadas desde América.
  • Los hermanos Acebal, con juguetes de madera que habían pertenecido a su abuelo.
  • La señora Nélida, con una manta tejida por su madre hacía más de medio siglo.

Cuando entraron en La Casa Roja, la luz dorada los envolvió como un abrazo. Cada adorno que colgaba en el árbol brillaba con una intensidad diferente, especial, como si la casa reconociera cada recuerdo. Las paredes parecían respirar, las escaleras crujían con alegría y las ventanas empezaron a reflejar la luz de nuevo.

La noche más mágica…

Al colocar la última estrella en lo alto del árbol, La Casa Roja resplandeció entera. Las luces se encendieron en todas las ventanas, la fachada recuperó su color más vivo, y un cálido resplandor iluminó a la Villa de Colombres como si fuera un faro en mitad del invierno.

En ese instante, comenzó a nevar. Nevaba en Colombres, algo que no ocurría casi nunca desde hace décadas. Los copos caían despacio, suaves, como si quisieran quedarse a vivir allí.

La voz volvió a hablar, más cálida que nunca: —Gracias. Habéis devuelto la Navidad a mi corazón—.

Alba sintió que algo suave la rozaba, como un abrazo hecho de luz y gratitud. Y luego, la casa quedó tranquila, pero ya no triste. Había recuperado su espíritu.

Un legado para siempre…

Desde aquella noche, cada Navidad en Colombres emite un brillo especial. Los vecinos dicen que es La Casa Roja, que recuerda a todos que la memoria, cuando se comparte, se transforma en magia.

Y Alba, ya mayor, sigue pasando por delante cada año, saludando con la mano. Porque sabe que la casa le responde.

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